Muchas de las críticas al BAFICI son recurrentes en señalar la impronta fuertemente macrista que tomó el festival. Todo lo que se dice no deja de ser cierto, pero puede pecar de cierta ingenuidad al creer que esa calificación de "macrista" pueda ser tomada como algo negativo desde la dirección. Porque más allá del antikirchnerismo rabioso que profesen Panozzo y amigos, las dos últimas gestiones no parecen haber peleado demasiado por ciertos principios como el presupuesto (este año aumentado en un 20% pero comido por la coyuntura), la autarquía o el precio de las entradas, y más bien accedieron con demasiada parsimonia a meter famosos falopa en los cocktails para las fotos, mantener o aumentar la cantidad de películas para demostrar gestión e invocar a la devaluación con insistencia. Está claro que las cotizaciones y la burocracia aduanera complican las gestiones, pero resulta ridículo en ese marco intentar mantener el glamour tácito de las 500 películas, y encima solventarlo con el encarecimiento de la entrada, lo que aleja todavía más al espectador de la chance de abarcar de alguna manera razonable esa selección.
De hecho, las 500 películas vienen siendo una decisión incomprensible desde hace años, un derroche de plata y esfuerzo para traerlas que, además de implicar encontrarse demasiado seguido con cortos de hace dos años y destino de extras de DVD, disuelve en la mezcla general a los estrenos, hallazgos y retrospectivas que merecen mayor atención. Hace falta más pragmatismo para llegar a entender que llenar la grilla con caprichos personales y proyectos de tesis deriva en dar tres míseras funciones a la nueva de Jarmusch que, buena o mala, después no se va a estrenar comercialmente. Mar del Plata hace lo mismo cuando dispone medio festival para películas latinoamericanas con antropología de novela brasilera: no encuentra un equilibrio entre la exposición de la propia postura sobre el cine actual y cierta responsabilidad de estrenar adecuadamente las cosas sobre las que se lee todo el año en festivales extranjeros, y que en el mejor de los casos pasan unas semanas en un Arteplex mientras todo aquel que tenía ganas de verla ya se bajó el torrent. Los hechos me terminan contradiciendo, porque medio San Martín está muy bien para A Sunday in Hell un día de semana, Mamele se colmó de bobes el mismo lunes, la gente agotó una función en el Belgrano para ver 3 horas de Lanzmann, las muestras de cortos se llenan con los amigos de los directores y cualquier engendro termina bien asistido cuando se agotan las cosas buenas. Por otra parte, las conexiones entre cines serán un dolor de huevos pero este año la experiencia en Recoleta me tapó la boca: le encontraron la vuelta al Centro Cultural y es muy excitante intercalar alguna película áspera en el Village con Talladega Nights tirado en un puff, con alguna mesa de debate, con alguna charla a la salida del cine y con un corto de la UPA del que nadie tuvo idea en 50 años. Esa posibilidad de llenar huecos entre funciones con recreos en alguna de las exposiciones aporta mucho más al ambiente de cine 24/7 que el festival quiere imponer. Mi planteo anterior apunta a la sobreoferta en todas las líneas, que deja menos satisfacción que frustración por la imposibilidad de distribuir varias buenas ideas en un calendario más amplio, en vez de hacer que se maten entre sí en diez días.
Fulboy desactiva una limitación comunicacional de la que somos víctimas cada fin de semana, logrando que parte del plantel de Platense hable sin cassette, y actúe normalmente y sin vergüenza para un documental invasivo. Más allá de gustos o rechazo por el cuerpo masculino (not that there's anything wrong with that), es tan inédito como valioso ver a los jugadores en bolas o calzones jugando a la peleíta, en la cama o en la ducha, como si de un video viral de gatitos se tratara. Además hay ayuda en el montaje de Marco Berger, lo que significa ver bultos y pitos como si Eyelit hubiera puesto plata en la película. La elección de los momentos retratados más lo que queda relegado al fuera de campo dan una idea de Fulboy, o de las concentraciones de los jugadores de fútbol, como una cajita de cristal que los separa de la realidad y está para evitar que sufran cualquier tipo de molestia previa al partido, más si es definitorio por el ascenso. Esto puede tornarse algo tramposo cuando, inmediatamente después del monólogo de un jugador sobre los sacrificios de la profesión, la película arranca con escenas de pileta y spa al ritmo de una canción R&B, como contradiciéndolo y dándole la derecha a una de las plateas más jodidas con sus propios jugadores. De todos modos la mayor virtud, notable en las escenas de discusión entre Fariña y su hermano futbolista, es la posibilidad que Fulboy le da a los jugadores de identificar y derribar los prejuicios construidos por la representación periodística a través de los años. En O corpo de Afonso, João Pedro Rodrigues busca entre strippers y chongazos desocupados a quien pueda revivir la difusa y corrompida épica del rey portugués, y el respeto que impuso su figura avasallante en el campo de batalla. Ninguno hace un papel deslumbrante, pero en el medio uno descubre a qué se redujeron las vidas de hombres de físicos tan admirables como el de Alfonso.
Otros experimentos estéticos y formales se permitieron reflexionar sobre cuestiones políticas y sociales, pasadas y presentes. El futuro es el paso totalmente opuesto de un miembro de Los hijos respecto a Árboles, el fallido intento etnográfico del año pasado, filmando ahora en 16 milímetros, descuajeringando el montaje y la imagen hasta el límite, mezclando elementos temporales (la fiesta de 1982 en la que suena música de 2011 y cuya resaca avanza hasta el presente de España) e introduciendo algunas ilusiones sueltas en los asistentes a la fiesta, de cara a la lograda democracia y la posibilidad de dejar de ser freaks, al menos en lo cívico. En ese esfuerzo por simular provenir de la época que retrata, es una bitácora válida de un recreo para la militancia esperanzada pero extremadamente cauta después de sucesos como los de Siete días de enero, y una juventud alienada como la que mostrara Arrebato. En Redemption, Gomes llega más lejos e inventa memorias a cuatro líderes políticos europeos, para revelar un pasado noble y lleno de ideales en gente como Berlusconi. Tan poderoso es el corto que requiere al menos una segunda vista, para leer por algún lado a qué circunstancias históricas refieren las cartas, y que las imágenes son found footage revuelto para satisfacer la cuota habitual en Gomes de flirteo entre documental y ficción, realismo y magia. Como en Tabú, demuestra su habilidad para reparar en los detalles que le permitan encarnar a personajes de otros tiempos, y darles alma y poesía en sus propias condiciones, lo cual lo haría un gran creador de fakes en Twitter. Costa da Morte es Leviathan para cagones: la temerosa épica de las aguas, alimentada por las historias de cómo complicaron a piratas, pescadores y nazis, es siempre vista desde lejos, en panorámicas. Después de esos momentos de extraño disfrute sensorial, y consistente en su postura distante, nos llevará de las afueras al núcleo físico y cultural de la ciudad gallega, pasando por sus industrias, sus sierras, bosques, fiestas y paseos típicos. La aridez de esos planos fijos es beneficiosa en evitarnos la posibilidad de mirar con posible desdén a los viejos pobladores que nos narran tantas historias de miedo y engaños, y contemplar los paisajes, las aguas y las calles esperando ver algún fantasma de ese pasado, como si Benning filmara Actividad paranormal. Un poco sobre Benning también va la cosa en Manakamana, que reseñé para el diario del festival.
En Le dernier des injustes Lanzmann se saca de encima su mejor outtake de Shoah, un testimonio enorme que merecía su propia edición. Murmelstein es lo más cercano que existe a una idea lanzmanniana de Oskar Schindler, si Spielberg hubiera retratado a este último con las contradicciones y conflictos morales reales de alguien con la posibilidad de sentarse a la mesa nazi a negociar la vida de parte de sus víctimas. Pero Murmelstein fue un judío alejado de la imagen reivindicada de Schindler, exiliado culturalmente de su pueblo por la frialdad con la que manejó los destinos del gueto de Theresienstadt, y se las arregló para salvar las vidas de varios prisioneros manteniendo una farsa a flote en beneficio de los nazis. Fue una de las primeras entrevistas para Shoah, y Lanzmann sale con los tapones de punta respecto a las connotaciones negativas de Murmelstein en la comunidad judía: el hombre hace su defensa pegándole un paseo discursivo al director, y aprovechando para hacer gala de sus conocimientos literarios y mitológicos, como también despacharse contra Arendt con el argumento de las cosas demoníacas que vio y escuchó debiendo trabajar en coordinación con Eichmann. Fueron siete años, desde lograr la emigración más digna posible para 121 mil judíos de Alemania hasta ser el tercer "más viejo de los judíos" en el gueto modelo que el nazismo ofrecía como fachada amistosa. ¿Se puede lograr semejante tarea planteándola como una meta que provoca una satisfacción personal, como si se tratara de un plan empresarial? El enfoque de Murmelstein sorprende porque se concentró en su meta humanitaria con el mismo nivel de planificación puntillosa e incorruptible que ostentó la tarea alemana en pos del exterminio. Por el amplio espectro temporal que ocupó su labor durante el período del holocausto, Lanzmann no puede servirse solamente del archivo y aparece en escena para acotar información, leer extractos de las memorias de Murmelstein sobre el campo y pegar un vistazo al ejercicio contemporáneo de la memoria en monumentos, placas conmemorativas y sinagogas europeas. Estas intervenciones -en soledad y no entrevistando a alguien- complican el seguimiento durante la primera mitad, porque en Shoah eran mínimas y porque la lírica habitual de Lanzmann no está especialmente diseñada para seguir en detalle una historia tan larga. La discusión que plantea Murmelstein queda rebotando en la conciencia y Lanzmann no se lleva el testimonio a la tumba, que era lo más importante.
De hecho, las 500 películas vienen siendo una decisión incomprensible desde hace años, un derroche de plata y esfuerzo para traerlas que, además de implicar encontrarse demasiado seguido con cortos de hace dos años y destino de extras de DVD, disuelve en la mezcla general a los estrenos, hallazgos y retrospectivas que merecen mayor atención. Hace falta más pragmatismo para llegar a entender que llenar la grilla con caprichos personales y proyectos de tesis deriva en dar tres míseras funciones a la nueva de Jarmusch que, buena o mala, después no se va a estrenar comercialmente. Mar del Plata hace lo mismo cuando dispone medio festival para películas latinoamericanas con antropología de novela brasilera: no encuentra un equilibrio entre la exposición de la propia postura sobre el cine actual y cierta responsabilidad de estrenar adecuadamente las cosas sobre las que se lee todo el año en festivales extranjeros, y que en el mejor de los casos pasan unas semanas en un Arteplex mientras todo aquel que tenía ganas de verla ya se bajó el torrent. Los hechos me terminan contradiciendo, porque medio San Martín está muy bien para A Sunday in Hell un día de semana, Mamele se colmó de bobes el mismo lunes, la gente agotó una función en el Belgrano para ver 3 horas de Lanzmann, las muestras de cortos se llenan con los amigos de los directores y cualquier engendro termina bien asistido cuando se agotan las cosas buenas. Por otra parte, las conexiones entre cines serán un dolor de huevos pero este año la experiencia en Recoleta me tapó la boca: le encontraron la vuelta al Centro Cultural y es muy excitante intercalar alguna película áspera en el Village con Talladega Nights tirado en un puff, con alguna mesa de debate, con alguna charla a la salida del cine y con un corto de la UPA del que nadie tuvo idea en 50 años. Esa posibilidad de llenar huecos entre funciones con recreos en alguna de las exposiciones aporta mucho más al ambiente de cine 24/7 que el festival quiere imponer. Mi planteo anterior apunta a la sobreoferta en todas las líneas, que deja menos satisfacción que frustración por la imposibilidad de distribuir varias buenas ideas en un calendario más amplio, en vez de hacer que se maten entre sí en diez días.
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La delegación cordobesa
llegó con paso firme y resultados dispares. Atlántida teje una
historia coral entre los personajes -mayormente chicos muy bien
dirigidos- en el pueblo homónimo, apuntando con mucha ambición a un
día trascendental para todos en un lugar anodino, alterado
por una feria de apicultores. En la descripción de la
pegajosa fiaca del alpedismo veraniego en un pueblo -dardenniana
marca personal de la cámara sobre las nucas-, Atlántida es El
ciudadano Kane, y en romper ese esquema la película se va
desgastando. Barrionuevo pretende que todo lo posible le pase a todos
sus personajes, con toppings de lluvia torrencial, amores prohibidos
y conflictos de clase, y la solemnidad exacerba momentos mucho más
simples de lo que parecen. El conflicto principal parece La vida de
Adèle con autismo, y las chicas no pueden transmitir nunca ese
estado de pasar un día con quien te hace sentir bien, pero no hay un
manual para enamorarse de alguien del mismo sexo hace tres décadas,
en un pueblo más bien retrógado. El último verano pivotea con
momentos geniales de neo-slackerismo cordobés una historia de amor
bastante descolocada en ese ambiente. La cámara única y fija
condena al histeriqueo de los chicos, porque los expone en
situaciones y diálogos demasiado incómodos para gente que ya se
conoce, mostrándolos estáticos en escena y en conversaciones
circulares sobre la paja de hacer cosas. La insatisfacción
veinteañera del mumblecore se queda a mitad de camino entre referencias
a la cinefilia y la pandilla de Cinéfilo, y los tramos de la noche
en los que ella intenta imponer cierto clima romántico y él está
simplemente colgado (o a punto de vomitar) como para reaccionar. La
naturalidad y gracia con la que transcurre la secuencia de mayor
tensión (una discusión sobre política en el departamento) termina
dejando en off-side cualquier intento de declaración generacional o
catarsis romántica posterior. El mismo Naranjo es responsable del
montaje económico y formidable de Tres D para concretar un polvo,
cuando nos revela que la entrevista de Matías a la productora se filma en paños menores de la cintura para abajo.
También hay una historia de amor pacientemente construida para que
la onda se dé en sólo tres días, y un hotel poco recomendable en
el que dos habitaciones de un mismo piso tienen la misma cerradura.
Pero la apuesta fuerte de
Tres D es su reflexión sobre el cine, canalizada en los testimonios
de los invitados al festival de Cosquín (Prividera tiene el sentido
del humor suficiente como para ser entrevistado en un cementerio):
podrán no ser necesariamente las ideas del clan cordobés, pero sí
las de las figuras que esos críticos/realizadores/programadores
admiran explícitamente. Ésta alineación podría acercarse a un
tipo de manifiesto cinematográfico por parte de la reciente avanzada
crítica cordobesa, tan acogida como incomprendida en Buenos Aires por su
falta de egolatrías y polémicas sin años de contiendas personales
por detrás, además de un mapa cinéfilo y discursivo alternativo e
independiente, lejos de las influencias esperables de los centros
educativos porteños. Un signo de esto era la sorpresa que expresaba
Martín Álvarez el año pasado en nuestra charla sobre la nueva
crítica, distante de las cuestiones de pasillo que suelen nutrir ese
tipo de debates.
Que justamente Prividera,
Jorge García, Fontán o Campusano aparezcan en Tres D es sumamente
significativo, cuando la película compitió contra otra reflexión
del cine y su negocio de lo alternativo, pero desde la vereda de la
FUC. El escarabajo de oro presenta a la troupe que amamos odiar en
una nueva aventura por el interior, persiguiendo resolver misterios
antiguos en el nombre de figuras políticas no muy populares. Lo peor
del reiterado cóctel es que funciona, aunque el salto a la comedia
prueba ser incómodo para un grupo de gente no necesariamente
acostumbrada a reírse de sí misma. Es muy interesante escuchar
algunas sentencias sobre el ser sudaca y exótico en un mercado
eurocéntrico, sobre todo si esas sentencias, sin dejar de ser
ciertas, provienen de la pluma de un linaje cinematográfico más bien elitista. Es una linda argentinada para un
proyecto danés autoindulgente, aunque se llegue al chiste de hablar
mal de ellos pensando que no entienden español. Entre esas
cuestiones está la aventura borgeana por un tesoro, y el guión hace
lo suyo en un tiempo considerablemente menor al de Historias
extraordinarias. Llinás hizo bien su trabajo en la universidad, y el
alumno superó al maestro. Y en ese sentido, es por un workshop en
Francia que Santiago Loza se sale de sí mismo en Si je suis perdu, c'est pas grave,
parándose en un lugar físico y situacional en el que se cruzan
historias de actores buscando su inspiración, y de hecho filmando
escenas de personajes en sus propias búsquedas para el taller. Loza
es demasiado creativo para la densidad con la que produce, por lo que
no está mal preguntarse por qué nos viene con el registro de un
kiosquito propio, en vez de hacer algo en serio desde lo formal,
pero Si je suis... termina siendo una muy buena película en sus propios
términos. Hay una estructura clara para presentarnos a los alumnos
en screen tests, e ir viéndolos en historias de fragmentos
intercalados, sin cruzarse entre sí: la amistad y la buena compañía
asoman en casi todas, a través de distintos vínculos. El final, entre dos viejas secuaces enseñándose el Ave María en la cama de un hotel, parece una secuela lejana de AB de Iván Fund, lo que explica un poco la mano de ambos para retratar con calidez esas pequeñas delicias de la vida con amigos y desconocidos amables, y particularmente el oficio de Loza como profesor para sacar eso de gente que en algunos casos jamás estuvo frente a cámaras.
Fulboy desactiva una limitación comunicacional de la que somos víctimas cada fin de semana, logrando que parte del plantel de Platense hable sin cassette, y actúe normalmente y sin vergüenza para un documental invasivo. Más allá de gustos o rechazo por el cuerpo masculino (not that there's anything wrong with that), es tan inédito como valioso ver a los jugadores en bolas o calzones jugando a la peleíta, en la cama o en la ducha, como si de un video viral de gatitos se tratara. Además hay ayuda en el montaje de Marco Berger, lo que significa ver bultos y pitos como si Eyelit hubiera puesto plata en la película. La elección de los momentos retratados más lo que queda relegado al fuera de campo dan una idea de Fulboy, o de las concentraciones de los jugadores de fútbol, como una cajita de cristal que los separa de la realidad y está para evitar que sufran cualquier tipo de molestia previa al partido, más si es definitorio por el ascenso. Esto puede tornarse algo tramposo cuando, inmediatamente después del monólogo de un jugador sobre los sacrificios de la profesión, la película arranca con escenas de pileta y spa al ritmo de una canción R&B, como contradiciéndolo y dándole la derecha a una de las plateas más jodidas con sus propios jugadores. De todos modos la mayor virtud, notable en las escenas de discusión entre Fariña y su hermano futbolista, es la posibilidad que Fulboy le da a los jugadores de identificar y derribar los prejuicios construidos por la representación periodística a través de los años. En O corpo de Afonso, João Pedro Rodrigues busca entre strippers y chongazos desocupados a quien pueda revivir la difusa y corrompida épica del rey portugués, y el respeto que impuso su figura avasallante en el campo de batalla. Ninguno hace un papel deslumbrante, pero en el medio uno descubre a qué se redujeron las vidas de hombres de físicos tan admirables como el de Alfonso.
Otros experimentos estéticos y formales se permitieron reflexionar sobre cuestiones políticas y sociales, pasadas y presentes. El futuro es el paso totalmente opuesto de un miembro de Los hijos respecto a Árboles, el fallido intento etnográfico del año pasado, filmando ahora en 16 milímetros, descuajeringando el montaje y la imagen hasta el límite, mezclando elementos temporales (la fiesta de 1982 en la que suena música de 2011 y cuya resaca avanza hasta el presente de España) e introduciendo algunas ilusiones sueltas en los asistentes a la fiesta, de cara a la lograda democracia y la posibilidad de dejar de ser freaks, al menos en lo cívico. En ese esfuerzo por simular provenir de la época que retrata, es una bitácora válida de un recreo para la militancia esperanzada pero extremadamente cauta después de sucesos como los de Siete días de enero, y una juventud alienada como la que mostrara Arrebato. En Redemption, Gomes llega más lejos e inventa memorias a cuatro líderes políticos europeos, para revelar un pasado noble y lleno de ideales en gente como Berlusconi. Tan poderoso es el corto que requiere al menos una segunda vista, para leer por algún lado a qué circunstancias históricas refieren las cartas, y que las imágenes son found footage revuelto para satisfacer la cuota habitual en Gomes de flirteo entre documental y ficción, realismo y magia. Como en Tabú, demuestra su habilidad para reparar en los detalles que le permitan encarnar a personajes de otros tiempos, y darles alma y poesía en sus propias condiciones, lo cual lo haría un gran creador de fakes en Twitter. Costa da Morte es Leviathan para cagones: la temerosa épica de las aguas, alimentada por las historias de cómo complicaron a piratas, pescadores y nazis, es siempre vista desde lejos, en panorámicas. Después de esos momentos de extraño disfrute sensorial, y consistente en su postura distante, nos llevará de las afueras al núcleo físico y cultural de la ciudad gallega, pasando por sus industrias, sus sierras, bosques, fiestas y paseos típicos. La aridez de esos planos fijos es beneficiosa en evitarnos la posibilidad de mirar con posible desdén a los viejos pobladores que nos narran tantas historias de miedo y engaños, y contemplar los paisajes, las aguas y las calles esperando ver algún fantasma de ese pasado, como si Benning filmara Actividad paranormal. Un poco sobre Benning también va la cosa en Manakamana, que reseñé para el diario del festival.
En Le dernier des injustes Lanzmann se saca de encima su mejor outtake de Shoah, un testimonio enorme que merecía su propia edición. Murmelstein es lo más cercano que existe a una idea lanzmanniana de Oskar Schindler, si Spielberg hubiera retratado a este último con las contradicciones y conflictos morales reales de alguien con la posibilidad de sentarse a la mesa nazi a negociar la vida de parte de sus víctimas. Pero Murmelstein fue un judío alejado de la imagen reivindicada de Schindler, exiliado culturalmente de su pueblo por la frialdad con la que manejó los destinos del gueto de Theresienstadt, y se las arregló para salvar las vidas de varios prisioneros manteniendo una farsa a flote en beneficio de los nazis. Fue una de las primeras entrevistas para Shoah, y Lanzmann sale con los tapones de punta respecto a las connotaciones negativas de Murmelstein en la comunidad judía: el hombre hace su defensa pegándole un paseo discursivo al director, y aprovechando para hacer gala de sus conocimientos literarios y mitológicos, como también despacharse contra Arendt con el argumento de las cosas demoníacas que vio y escuchó debiendo trabajar en coordinación con Eichmann. Fueron siete años, desde lograr la emigración más digna posible para 121 mil judíos de Alemania hasta ser el tercer "más viejo de los judíos" en el gueto modelo que el nazismo ofrecía como fachada amistosa. ¿Se puede lograr semejante tarea planteándola como una meta que provoca una satisfacción personal, como si se tratara de un plan empresarial? El enfoque de Murmelstein sorprende porque se concentró en su meta humanitaria con el mismo nivel de planificación puntillosa e incorruptible que ostentó la tarea alemana en pos del exterminio. Por el amplio espectro temporal que ocupó su labor durante el período del holocausto, Lanzmann no puede servirse solamente del archivo y aparece en escena para acotar información, leer extractos de las memorias de Murmelstein sobre el campo y pegar un vistazo al ejercicio contemporáneo de la memoria en monumentos, placas conmemorativas y sinagogas europeas. Estas intervenciones -en soledad y no entrevistando a alguien- complican el seguimiento durante la primera mitad, porque en Shoah eran mínimas y porque la lírica habitual de Lanzmann no está especialmente diseñada para seguir en detalle una historia tan larga. La discusión que plantea Murmelstein queda rebotando en la conciencia y Lanzmann no se lleva el testimonio a la tumba, que era lo más importante.
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A la salida de El mercado, con un par
de amigos no podíamos al menos coincidir en qué no nos gustó del
documental. De hecho no pudimos esclarecer si se pronuncia en contra
(mi opinión) o a favor del shopping (alguien llegó a decirme que
parece o es un institucional), y si trata con cariño o cinismo a los
misfits que rondan por el barrio. Es apenas una hora que se hace
interminable, intentando a los ponchazos de archivo y testimonios
armar una cronología de la metamorfosis del edificio y los intentos
cruzados de cambiar la situación de los vecinos, por parte de
gestores culturales y ayudantes sociales como de la empresa
concesionaria del shopping o el negocio inmobiliario, cada lado con
sus intenciones respectivas y esperables. Frenkel filma con la manía
de evidenciar el contraste de la atmósfera neoliberal del mall con
el corte popular, inmigrante y antiguo de los habitantes a su
alrededor, y en la mayoría de los casos no obtiene mucho más que
risas con reniegues de jubilados, anécdotas irrelevantes y algunos
delirios de los personajes más marginales. Las intervenciones
valiosas, que son varias, quedan siempre a la sombra de esa mirada
ambigua sobre los entrevistados y los temas a abordar, tibieza que
confunde al espectador y no le permite al documental ir más allá de
lo anecdótico.
Hace algunos meses me puse a ver P3ND3JO5, para huir horrorizado por la A mayúscula que Perrone quiso ponerle a su arte con cumbieros, mezclando el ritmo con ópera en un mash-up que haría orgulloso a un personaje concheto de Cohn y Duprat. Mauro se lleva todo lo verosímil del Conurbano sin necesidad de alardes expresionistas, pero es tal la intensidad del incienso realista que prende que termina transformándose en una serie de viñetas, y es menos fructífero seguir la trama con sus elipsis que esperar que a la escena siguiente el protagonista aparezca fichando minitas en Badoo, o tomándose una Manaos. Esa fijación por el registro creíble desecha una buena historia, continuamente jibarizada para evitar el tipo de pico dramático de la periferia que siempre queda exagerado en cámara, aunque se tome su tiempo para meter monólogos cinéfilos a través de la madre de Mauro. Es más válido que Perrone juegue a ser Dreyer, o Campusano filme The Wire en Laferrere.
Lo lyncheano en el cine argentino suele ser sinónimo de poluciones de estudiantes en sus proyectos, con carencias de presupuesto e ideas para no transformar una exploración fantástica de nuestra oscuridad mental en un corto meramente bizarro, o “flashero”. Ahora bien, Algunas chicas es Los jóvenes viejos si transcurriera en Twin Peaks: nada de lo que ocurre puede ser más oscuro que las cosas que les pasan por la cabeza a las protagonistas, y tanto lo interno como lo tangible es mostrado con las dosis justas de oscuridad, minimalismo y excitación sensorial, cada vez que son necesarias. Lo que sea que esté pasando con esas chicas (lo cual no se sabe nunca con ninguna chica, pero en este caso puede tener terribles consecuencias) está perfectamente perseguido en tanto se esquiva hasta el final cualquier causa clínica o psicológica, pero también se las baja a la tierra, divirtiéndose como cualquiera lo haría si no fuera tan destructivo, y evitando así la robotización cool de esas acciones a la que se someten historias más o menos similares como Las vírgenes suicidas. De la gestación de una partuza entre los ruidos y las luces de un casino a la angustia de una pesadilla revelada, Algunas chicas provoca todos los viajes posibles de las sustancias en pantalla, y se pone lo suficientemente onírica sin dejar de reflejar lo trashero que existe en nuestros pensamientos más terrenales. Como pude ver Big Eyes, Paula contra la mitad más uno y Arroz con leche, digamos que Algunas chicas fue mi película contemporánea favorita del festival.
Hace algunos meses me puse a ver P3ND3JO5, para huir horrorizado por la A mayúscula que Perrone quiso ponerle a su arte con cumbieros, mezclando el ritmo con ópera en un mash-up que haría orgulloso a un personaje concheto de Cohn y Duprat. Mauro se lleva todo lo verosímil del Conurbano sin necesidad de alardes expresionistas, pero es tal la intensidad del incienso realista que prende que termina transformándose en una serie de viñetas, y es menos fructífero seguir la trama con sus elipsis que esperar que a la escena siguiente el protagonista aparezca fichando minitas en Badoo, o tomándose una Manaos. Esa fijación por el registro creíble desecha una buena historia, continuamente jibarizada para evitar el tipo de pico dramático de la periferia que siempre queda exagerado en cámara, aunque se tome su tiempo para meter monólogos cinéfilos a través de la madre de Mauro. Es más válido que Perrone juegue a ser Dreyer, o Campusano filme The Wire en Laferrere.
Lo lyncheano en el cine argentino suele ser sinónimo de poluciones de estudiantes en sus proyectos, con carencias de presupuesto e ideas para no transformar una exploración fantástica de nuestra oscuridad mental en un corto meramente bizarro, o “flashero”. Ahora bien, Algunas chicas es Los jóvenes viejos si transcurriera en Twin Peaks: nada de lo que ocurre puede ser más oscuro que las cosas que les pasan por la cabeza a las protagonistas, y tanto lo interno como lo tangible es mostrado con las dosis justas de oscuridad, minimalismo y excitación sensorial, cada vez que son necesarias. Lo que sea que esté pasando con esas chicas (lo cual no se sabe nunca con ninguna chica, pero en este caso puede tener terribles consecuencias) está perfectamente perseguido en tanto se esquiva hasta el final cualquier causa clínica o psicológica, pero también se las baja a la tierra, divirtiéndose como cualquiera lo haría si no fuera tan destructivo, y evitando así la robotización cool de esas acciones a la que se someten historias más o menos similares como Las vírgenes suicidas. De la gestación de una partuza entre los ruidos y las luces de un casino a la angustia de una pesadilla revelada, Algunas chicas provoca todos los viajes posibles de las sustancias en pantalla, y se pone lo suficientemente onírica sin dejar de reflejar lo trashero que existe en nuestros pensamientos más terrenales. Como pude ver Big Eyes, Paula contra la mitad más uno y Arroz con leche, digamos que Algunas chicas fue mi película contemporánea favorita del festival.