MCA (1964-2012)



Lejos de poder traer a colación algún recuerdo de fanatismo durante mi adolescencia, o marcar algún tipo de identificación de rebeldía que tuviera con alguno de ellos, los Beastie Boys me marcaron ciertamente hace unos pocos años y en un plano estrictamente musical, no tanto en lo que refiere al sonido sino en la manera en que lo podemos apreciar.

Seguramente hace 2 o 3 años publiqué en La Lectora Provisoria este texto sobre Paul's Boutique de Beastie Boys y Fear of a Black Planet de Public Enemy. Si lo hice en ese blog, de público en su mayoría ajeno al género, fue simplemente por un ingenuo -pero genuino- interés por el choque cultural que pudiera producirse, con más intenciones de mostrar al Hip-Hop como un producto de acceso universal y amistoso que de causar discordia o reacciones hostiles. Lo cual no quita que el hobbie fuera, al principio, de la mano de ciertas fijaciones personales propias de los terremotos sociales en los que quería acomodar mi personalidad de adolescente: el rechazo progresivo que tuve por un círculo de amistades y minas en el que me movía cicatrizó en un desdén hacia poses y gustos musicales muy presentes en los chicos de mi ciudad, juventud rabiosa y liberal con algunas notas rednecks de subestimar la música de los suburbios nacionales y extranjeros, estimando por adelantado que, pongámosle, Pez o Manu Chao hacen canciones con significados y referencias más profundos que los de cualquier artista de Hip-Hop, o Cumbia. Y no es que tal sentimiento me haya surgido espontáneamente por despecho, como tampoco que nunca hubiera minimizado al Hip-Hop, o particularmente a los Beastie Boys alguna vez: fui contemporáneo (y tenía televisión por cable) cuando rotaban los videos de Body Movin', Intergalactic y, unos años después, Ch-Check It Out. Si bien los videos eran geniales y los beats pegadizos, ellos me parecían básicamente payasos, y tanto a los 8 como a los 14 años estaba lejos de llegar a absorber todas sus características notables, como también de poder construir un imaginario de sus carreras habiendo visto, a lo sumo, videos de (You Gotta) Fight For Your Right (To Party), o Hey Ladies, sin saber de qué años databan, o qué había en el medio de todo eso. Los Beastie Boys presentaban esa especie de fachada que naturalmente uno se armaba de los Beach Boys, y que iba derribando cuando separaba las nociones de Super Ratones y Beach Boys, conocía la historia de Brian Wilson, escuchaba los discos famosos, etc.

En 2009 tenía una gran dificultad para volver sobre bandas de Rock clásico que había compartido antes con una chica, y me volcaba promiscuamente menos sobre chicas nuevas que sobre discos de cualquier género, que llenaran un vacío que por supuesto es más dañino que el sexual, o el amoroso. Paul's Boutique, como la discografía de los Beastie Boys y las vidas individuales de sus integrantes, son lecciones sobre el goce ilimitado de cargar en una valija cósmica las influencias positivas que uno pueda tomar de cualquier origen, mientras nos ayuden a sortear obstáculos en el camino. La lección de eclecticismo cultural de los Beastie Boys es bidireccional; enseñaron a una etnia a dejar de mirar de reojo las influencias de la otra, menos como embajadores políticos que como curadores rebeldes de lo cool en diversos orígenes. Los sampleos y rimas que ingresan clandestinamente a los beats son muestras gratuitas del caleidoscopio sonoro en que el Indie está inmerso, y tras esos signos crípticos que no se revelan sino después de varias escuchas, averiguación de canciones y traducción de letras subyace un mensaje tan simple como el de un coro cristiano juvenil. Yauch fue el cerebro conceptual de esa idea propia de Claudio María Domínguez, servida en bandeja en el hit del primer disco y escondida bajo vinilos gastados al siguiente. Paul's Boutique me empuja a escribir este obituario, tras el cual me doy cuenta de que probablemente seguí ese mensaje, y hoy soy más feliz.

Linux y yo, un año después: viudas e hijas de GNOME 2



Mientras escribo esto se están dando las últimas charlas del FLISoL 2012 en Mar del Plata, el evento latinoamericano que por estas zonas se encarga de organizar gulBAC. Tenía pensado ir, como el año pasado, pero me llamaron ayer para trabajar por el fin de semana largo (conserje nocturno de hotel), desperté hace un rato y no vale la pena apurarse para cubrir sin la información necesaria lo que está sucediendo desde la mañana. Más allá de esa omisión quiero seguir con el ritmo anual en la crónica de mi relación con Linux, un poco para compartir las experiencias con los varios linuxeros que descubrí, por ejemplo, entre mis seguidores de Twitter (muchos se deschavaron con la salida de Ubuntu 12.04, el jueves pasado), y también para intentar describir la velocidad con que se expande el software libre, y cómo quedamos parados los que, por falta de recursos o sedentarismo digital, no podemos seguirle el ritmo.

A esta altura es imposible que considere una vuelta a Windows: me encuentro completamente acostumbrado al manejo de archivos, uso de programas y diseño personalizado que ofrece mi distribución actual (Linux Mint 11, derivada de Ubuntu 11.04), y la arquitectura de seguridad, que le permite al usuario navegar sin necesidad alguna de antivirus o programas similares, me quita cualquier preocupación a la hora de navegar - siempre por lugares de confianza-, o sobre todo cuando mi madre se dispone a ver los Power Point y demás huevadas que se envía con amigas, sin considerar mucho lo que le pueden hacer a la máquina. Mamá también se acostumbró rápido a la interfaz, que siempre intento sea lo más parecida a lo que teníamos cuando usábamos Windows XP.

Pero si tengo que contar lo que es usar Linux, como si estuviéramos hablando de desahogo, es porque durante este año me la pasé, supongo que junto a otros cientos de miles de personas, buscando una comodidad de trabajo y uso muy difícil de alcanzar si uno no puede, o no quiere, arremangarse y programar exactamente lo que necesita. Algunas nociones básicas pueden explicarse tarde, e intenté por todos los medios evitar los saltos de fechas, la superposición de cifras y la ramificación excesiva de datos en lo que estoy por contarles, pero en algunos tramos el asunto fue y es así de retorcido.

Febrero/marzo de 2011. Cuando arranqué definitivamente a usar Linux lo hice desde Ubuntu 10.10 (para no marearse con las fechas de lanzamiento pueden ubicarse temporalmente con la nomenclatura de las versiones: "año.mes"). Esta edición, que ya no tiene soporte de seguridad, incluía un software lo más actualizado posible a la fecha, había ampliado abismalmente la configuración gráfica de sus componentes respecto a versiones anteriores (los cuadros que permiten habilitar o deshabilitar funciones cliqueando botones en vez de escribiendo comandos en una terminal) y sobre todo venía acompañado por un diseño consolidado de sus gestores de escritorio y ventanas. El entorno de escritorio GNOME, en su versión 2 (que estoy usando ahora mismo, según la foto que ilustra el post), presenta al primer arranque de sistema dos barras "de inicio" -una arriba, otra abajo- similares a las que conocemos de XP, con la diferencia radical de que podemos hacer lo que queramos con ellas: cambiarles el tamaño, borrarlas, sumar otras a los costados de la pantalla, agregarles o quitarles botones, accesos directos, widgets con distintas funciones. Compiz y Metacity, mientras tanto, eran las opciones de gestores de ventanas, con más o menos efectos y opciones para personalizar el comportamiento de estas, y por ende un mayor o menor gasto de recursos de la máquina. El exiliado de Windows llegaba a una interfaz reconocible, y se le ofrecían medios amables para modificarla. 

Abril 2011. Para su siguiente edición Ubuntu presentó Unity, un entorno de escritorio que venía probando en una versión para netbooks. Y para no tener que explicarlo con palabras: si al arrancar la máquina Ubuntu 10.10 mostraba este escritorio, Ubuntu 11.04 mostraba uno como este. La barra inferior desapareció, la de arriba no podía modificarse en ninguno de los aspectos que GNOME 2 permitía, y la columna con accesos directos de la izquierda permitía una personalización mínima que no todos los usuarios podían realizar. La frutilla del postre era la manera propuesta de abrir programas, carpetas y archivos que no estuvieran en los accesos directos, un paradigma que increíblemente algunos usuarios defienden como un avance: cliqueando sobre el ícono de Ubuntu, arriba a la izquierda, surge un menú que cubre toda la pantalla, y en el cual hay que escribir el nombre del programa en un cuadro de texto, o buscarlo entre todos los íconos. El cambio de ventanas de un mismo programa con Unity también requiere comerse otra pantalla: si yo tengo dos ventanas abiertas del Firefox, y quiero pasar de una a otra, tengo que cliquear a la izquierda del ícono de Firefox en la barra de programas, y otro menú me cubre toda la pantalla mostrándome esas ventanas. Y ahí puedo seleccionar.

Ubuntu -o Canonical, la empresa sudafricana que lo desarrolla- incluyó GNOME 2 como alternativa a Unity en la edición 11.04, pero anunció que no lo haría más, desde la 11.10. Y a GNOME, por su parte, se le ocurrió terminar con el mantenimiento de la versión 2, para enfocar todos sus esfuerzos en la 3, repleta de caprichos de diseño similares a los de Unity.

¿Pero cuál es el problema? (Y de qué estamos hablando, de paso). En listas de correo, foros, blogs y redes sociales los usuarios se debaten entre qué caminos tomar para seguir operando sobre interfaces parecidas: uno no puede seguir usando un entorno vencido porque los programas dejarían de funcionar correctamente con ellos, y los desarrolladores de software libre, usualmente laburando ad honorem, no pueden maquillar un programa para todos los entornos y distribuciones disponibles. La licencia permisiva de la gran mayoría de proyectos en Linux permite cualquier combinación de distribuciones con entornos. Linux es, en sí mismo, un kernel, un núcleo, materia prima: las distribuciones son los sistemas operativos, el producto que no es final porque puede ser modificado y redistribuido. Algunos, entonces, deciden cambiar de distribución (derivados de Ubuntu, Fedora, Debian, openSUSE, Arch Linux, enorme etcétera), y otros cambian de entorno dentro de la misma distribución: le instalan KDE, LXDE, Xfce u otro gran etcétera a Ubuntu. Y casi de la nada, una distribución derivada de Ubuntu, reconocida pero con un nicho mucho menor de usuarios asoma con una decisión importante: Linux Mint 11, con soporte de seguridad hasta octubre de este año, sale únicamente con GNOME 2.

Octubre 2011. De nada servía mudarse a una versión algo más pulida de Unity en Ubuntu 11.10, o a los sensatos pero incompletos parches que Linux Mint 12 aplicaba sobre GNOME 3. Aparece en escena MATE, entrañable esfuerzo nacional equivalente a un mantenimiento oficial de GNOME 2, que avanza contra la corriente hacia una estabilidad por ahora utópica a largo plazo.

Hacia diciembre el francés Clement Lefebvre, fundador de Mint, lanza Cinnamon, un intento más acertado de domestizar GNOME 3 que está camino a ser el escritorio por defecto en la versión 13. Desde el respaldo a GNOME 2, además, comenzó a posicionar a Mint como una distribución atenta y respetuosa por las necesidades de sus usuarios: el sistema ya era reconocido por encargarse de asuntos sensibles para Ubuntu y otras distribuciones, como los códecs de audio y video (que trae pre-instalados) y la compatibilidad del software con las versiones de las distribuciones (con un gestor de actualizaciones que sugiere qué saltos de versiones realizar). Si tal cuota de sensatez resultaba extraña en esta historia, el blog inglés OMG! Ubuntu se despachó con críticas a la idea inclusiva de Mint, desmintió de manera agresiva que la distribución le hubiera quitado el primer lugar en popularidad linuxera a Ubuntu e instaló una polémica absurda sobre la configuración en un programa de audio (permitida por la licencia) que le remitía unos pocos dólares mensuales a Mint de la compra de canciones en Amazon.

Abril 2012 y más allá. Ubuntu 12.04 presentó la mejor versión de Unity hasta la fecha. Desde la raíz su diseño sigue entorpeciendo el uso simultáneo de varios programas, pero las vías para personalizarlo crecieron notablemente: MyUnity, Ubuntu Tweak, Unsettings y scripts como este mejoran en gran manera la experiencia. Trajo, además, un modo clásico de GNOME que es prácticamente el regreso de la versión 2 (bien pensado para un sistema operativo que tendrá soporte por 5 años), pero que por ahora abunda en baches, presentes desde hace meses pero nunca solucionados en la urgencia de pulir otros aspectos para la fecha de lanzamiento. GNOME 3.4 sería prácticamente desechable si no fuera por las extensiones que los usuarios mismos desarrollaron. Linux Mint editó su versión basada en Debian, que salió con Cinnamon y MATE actualizados, dejando muy buenas impresiones sobre ambos entornos y encuestando a sus usuarios de cara a la llegada de la versión principal, a fines de este mes. Otras distribuciones hicieron su propia remix de GNOME. Trisquel particularmente se mandó un gran laburo con el escritorio, pero su intransigencia respecto a incluir solamente software con cada línea de código libre me impide instalar algunas piezas fundamentales, y me disuadió de dejarla instalada.

Me compré en febrero una laptop con recursos más que suficientes para dejar arriba del armario a mi vieja amiga de escritorio, pero entre problemas con Wi-Fi y estas vueltas sin fin solamente la desenfundo de vez en cuando para ir viendo el desarrollo de las distribuciones. Parece mentira que ideas tan buenas sean así de complicadas para llevarse a cabo: el linuxero vive pensando, implementando o pidiendo por parches, soluciones a problemas inmediatos lógicos por la enorme variedad de hardware en que se instalan las distribuciones, pero también producto de la atomización en los proyectos y el desinterés que grupos mínimos de usuarios despiertan en las grandes empresas de programas, códecs y drivers. La decisión de Canonical con Unity, totalmente respetable y dentro del marco de libertad en que se ubica Linux, dio pie a una serie de divergencias que en vez de contribuir al crecimiento de las alternativas que surgieron las mostró bastante debilitadas frente a la falta de fondos y tiempo de los programadores. El apoyo económico es evidentemente un factor importantísimo para evitar las demoras y la falta de resolución sobre los problemas que acarrean las distribuciones, y a veces ni siquiera esto asegura un desempeño feliz de los sistemas: de manera paulatina, en los últimos tiempos Google bajó la persiana a la versión linuxera de Picasa, Adobe terminó con el soporte para su producto Air y anunció que su versión de Flash sólo estará disponible para el navegador Chrome, y programas como Skype (ahora a cargo de Microsoft) quedaron en un estado de beta indefinido. Mientras surgen este tipo de problemas las distribuciones se imponen tiempos y metas innecesarias, y quienes quieren voluntariamente solucionar inconvenientes se encuentran sobrepasados con matices, y sin la suficiente colaboración en bases pequeñas y muy diferenciadas de usuarios, según la distribución. Figuras pesadísimas en Linux como Canonical y GNOME están avanzando en sus ideas prácticamente sin oir a los usuarios, demasiado seguros de sí mismos como para considerar a la accesibilidad como un gancho para atraer a más máquinas.

Mal que les pese a los más hardcore, hay que parar la pelota y llegar con tranquilidad a un nuevo escritorio estable, que deje de llamar la atención y se integre silenciosamente al ritmo de producción o huevo que todos pretendemos alcanzar cuando prendemos la máquina. El usuario tiene que llegar de a poco a la autonomía que Linux le ofrece sobre el sistema, sentir que va domando cada vez más aspectos de lo que opera para poder llevarlo a su ideal. Que sea inexperto no significa que pueda ponérsele cualquier cosa enfrente y convencerlo de que así se va a enfocar más en sus cosas.

Así y todo voy a ponerme en el apriete de sugerirles una distribución para empezar. En un ambiente cada vez más repelente a los novatos la postura de Linux Mint no se cansa nunca de ser la correcta. Es la distribución que más cerca se encuentra de estar lista ni bien se instala, arreglar baches surgidos en el crecimiento, ofrecer la mayor cantidad de documentos de ayuda (por su derivación de Ubuntu) y, muy sabiamente, no moverse en ninguna dirección si es peligroso hacerlo. Decenas de veces me mantuve sin tener que realizar actualizaciones para después retrotraerlas, gracias al gestor que les otorga números según su conveniencia. Pueden instalar la versión 11 para disfrutar de los últimos meses del auténtico GNOME 2, y ver si pueden reemplazarlo con MATE, como también empezar a probar Cinnamon en la versión 12: para fines de este mes es muy probable que ambos vengan instalados en la 13, según la encuesta que ofrece Lefebvre. Si quieren quedarse desde el arranque con un solo gestor de escritorio consolidado y similar a GNOME, dentro de una distribución masiva, Xubuntu es el camino.